A pesar de venir aparejada a un costo ambiental y social incalculable, la moda rápida es una práctica cada vez más popular. ¿Es factible un modelo de producción de esta naturaleza?
El fast fashion o moda rápida es un término relativamente novedoso que remite a la práctica por medio de la cual se produce y consume indumentaria de forma compulsiva, renovando las colecciones y stocks de forma constante e imponiendo tendencias en el mercado por lapsos breves.
Este fenómeno se construye sobre la base de un modelo de producción en masa, haciendo uso de materiales sintéticos y de baja calidad, a expensas de un costo ambiental y social mayúsculo.
Según un estudio publicado por la Fundación Ellen MacArthur, en el período comprendido entre el año 2000 y el año 2015 el volumen de ropa comercializada se duplicó. De las 50 mil millones de prendas fabricadas a comienzos del siglo XXI, dicha cifra alcanzó el valor aproximado de 100 mil millones de unidades en apenas unos años. Asimismo, dicha investigación reveló una importante caída en la vida útil de la indumentaria, expresada en una disminución del 36% en la cantidad de usos que una persona promedio le da una prenda en particular antes de desecharla por completo.
La aparición de la moda rápida data de finales de la década del 90 como consecuencia directa de la globalización y la liberalización del comercio internacional, hecho que permitió a las empresas más poderosas de la industria textil trasladar su producción a países de bajos salarios, tales como China o Bangladesh, y acrecentar las ganancias percibidas. La creciente demanda de prendas de vestir también fue propulsada por la consolidación de una cultura y una filosofía de consumo desmedido sin precedente alguno.
Impacto ambiental
En los últimos años, la moda ha logrado consolidarse en la posición de la segunda industria más contaminante del mundo, únicamente antecedida por la industria del petróleo y derivados.
Siguiendo la información proveída por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la industria textil es responsable de aproximadamente el 10% de las emisiones mundiales de carbono, más que todos los vuelos internacionales y el transporte marítimo combinados, y el equivalente a los gases que la Unión Europea libera por sí sola. El mismo organismo estima que las emisiones producto de la fabricación de prendas de vestir se dispararán en un 60% para el año 2030, por lo que el panorama que se dibuja se muestra sumamente desalentador.
De igual modo, los textiles hacen uso de cantidades excesivas de agua, despilfarrando el 20% de las reservas totales. Fabricar un solo pantalón vaquero consume más de 200 litros de agua.
En este orden de ideas, las autoridades también advierten sobre su capacidad contaminante de fuentes de agua dulce, dado que los sobrantes del proceso de teñido a menudo se vierten en zanjas, arroyos y ríos. El solo acto de lavar ropa libera alrededor de 500.000 toneladas de microfibras en el océano cada año, cifra comparable a la contaminación que producen 50.000 millones de botellas de plástico.
Teniendo en cuenta aquel escenario, resulta evidente la necesidad de repensar los modelos de producción y consumo vigentes, y avanzar hacia la consolidación de una economía circular en clave sostenible, proceso que exige involucrar a todos los actores de la cadena productiva de la moda, desde diseñadores y fabricantes hasta consumidores finales.