El cambio climático, como todos sabemos, es un gran problema. Y los grandes problemas requieren grandes soluciones.
En el caso del clima, se trata de retos de ingeniería, infraestructuras, cultura y política. Sin embargo, cuando se trata de conseguir los logros políticos que requiere la lucha contra el cambio climático, Estados Unidos está titubeando.
A nivel nacional, el gobierno de Biden ha sido una excepción a esta regla, realizando inversiones históricas de miles de millones de dólares en energía limpia, vehículos eléctricos, justicia medioambiental , entre otros. Los gobiernos estatales y locales, por su parte, han fracasado en gran medida a la hora de ejecutar los objetivos mundanos pero críticos en materia de políticas e infraestructuras; como la promoción de ciudades densamente pobladas y la ampliación de la red eléctrica que, en última instancia, determinarán las emisiones de carbono de la nación.
El ejemplo más llamativo de este fracaso es la reciente marcha atrás de la ciudad de Nueva York en la tarificación de la congestión, un plan que debía comenzar el 30 de junio de 2024 y que implicaba el cobro de una tasa de 15 dólares a la mayoría de los conductores que entraran en la zona más concurrida de Manhattan durante el día. Esta política, habitual en muchas ciudades europeas, pero que no se ha implantado en Estados Unidos, serviría para financiar reparaciones muy necesarias en el vetusto sistema de transporte público de la ciudad, incluido el metro de Nueva York.
Al desincentivar la conducción y potenciar el transporte público, la tarificación de la congestión reduciría significativamente las emisiones de carbono de la ciudad. Incluso reduciría el número de horas que un conductor medio pierde debido al tráfico, tomando en consideración que la cifra en la ciudad de Nueva York es la peor del mundo.
Por desgracia, lo que aparenta ser una buena política no siempre lo es. Los ciudadanos de EE.UU. tienden a no apoyar la creación de nuevos impuestos ni el aumento de los existentes, y esto no fue diferente. Así que, ante una política impopular y con unas elecciones a la vista en pocos meses, la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, suspendió indefinidamente la aplicación de la tarificación de la congestión pocos días antes de que entrara en vigor.
Cómo los obstáculos normativos convirtieron un plan sencillo en una propuesta ambiciosa
La historia del fracaso de la tarificación de la congestión es una historia de ineficacia burocrática y cobardía política.
En 2008, como parte de su iniciativa más amplia de sostenibilidad para mejorar las condiciones ambientales y de infraestructura de la ciudad, el alcalde Michael Bloomberg propuso el cobro de peajes a los vehículos que entrarán en Manhattan por debajo de la calle 60, con tarifas que oscilaban entre 9 y 23 dólares para los vehículos de pasajeros. Los ingresos previstos, estimados en unos 1.000 millones de dólares anuales, se destinarían a mejoras extremadamente necesarias en las infraestructuras de la Autoridad Metropolitana de Transporte (MTA). El plan de tarificación de la congestión recibió la aprobación legislativa estatal en abril de 2019.
A pesar de sus evidentes e inequívocos beneficios ambientales, la puesta en marcha sufrió grandes retrasos debido principalmente a las regulaciones ambientales federales y, en menor medida, a las restricciones sobre el peaje de las autopistas de ayuda federal existentes. En virtud de la Ley Nacional de Política Ambiental (NEPA), el plan requería un amplio proceso de revisión ambiental para evaluar las posibles repercusiones en el tráfico, la calidad del aire y el transporte público en toda el área metropolitana de Nueva York. Este proceso de revisión, en el que participaron múltiples organismos y numerosas consultas públicas, amplió considerablemente los plazos. La evaluación ambiental, que se preveía que duraría sólo unos meses, acabó tardando años en completarse.
En los años setenta, cuando se creó la NEPA, los daños que se causaban al clima provenían de construir demasiado. Aunque, ahora, en la era de la prevención del cambio climático, el mayor daño climático proviene de no hacer lo suficiente. El hecho de que un proceso burocrático destinado a proteger el clima retrase significativamente una política de cambio climático, demuestra cómo los sistemas normativos en expansión creados por las leyes medioambientales de la década de 1970 han llegado a inhibir el progreso climático en la década de 2020.
La administración Biden concedió la aprobación federal en 2023, despejando por fin los principales obstáculos normativos. La Administración Federal de Carreteras (FHWA, por sus siglas en inglés) emitió un “dictamen de impacto no significativo”, permitiendo a la MTA proceder a la instalación de la infraestructura de peaje necesaria. Sin embargo, esta aprobación vino acompañada de un periodo de preparación estimado de casi un año, lo que retrasa la fecha de implantación hasta mediados de 2024. Una vez más, el plan, que se limita a instalar cámaras en determinadas calles, se retrasó innecesariamente.
Sin embargo, la oposición política al plan siguió siendo fuerte. Por supuesto, procedía sobre todo de quienes conducen a menudo y temían el coste del impuesto. Gran parte de esa resistencia procedía de fuera de la ciudad. Más de un millón de personas se desplazan diariamente a Manhattan desde los suburbios, muchas de ellas en coche. Los que se trasladan a las afueras se oponen firmemente a la tasa de congestión porque aumentaría significativamente sus gastos de viaje sin beneficiarse de la mejora del sistema de transporte público de la ciudad, ya que no residen en ella.
La opinión de estos viajeros es muy importante debido a que los suburbios son el principal campo de batalla político en las próximas elecciones. Así, la gobernadora Hochul, preocupada por las elecciones venideras, capituló ante estas inquietudes, renunciando así a una política sencilla para reducir el tráfico, disminuir las emisiones y mejorar el transporte público en la mayor ciudad del país.
La cancelación del programa de tarificación de la congestión de la ciudad de Nueva York subraya las complejidades de aplicar políticas urbanas a gran escala que se cruzan con normativas onerosas, políticas locales y sentimientos de la población.Aunque además, pone de relieve cómo estos factores -a saber, las normativas medioambientales y las preocupaciones políticas- pueden converger para hacer fracasar incluso la más simple de las políticas climáticas.
Si la ciudad de Nueva York, tras años de intentos, no puede instalar unas pocas cámaras para imponer un pequeño impuesto a los conductores con el fin de reparar su decadente sistema de transporte público, ¿cómo puede el país crear un sistema nacional de recarga de vehículos eléctricos?¿Cómo puede gravar las emisiones de carbono? ¿Cómo se puede modernizar la red eléctrica?
Si esta ciudad liberal no es capaz de aplicar la más simple de las políticas climáticas, ¿cómo puede el país cumplir sus objetivos climáticos?